El tazón de quietud donde estábamos sumidos, la trivial satisfacción que ello nos proporcionaba, el fondo, por decirlo de alguna manera, de nuestra forma de ser, delataban, más o menos, doscientos cincuenta millones de años. Con tierra nos amasaron, con ese humus que, a lo que dicen, se trasluce en la palabra hombre. Y éramos, en consecuencia,
estrechos, ocres y obsoletos, igual que los libros sobados, que las fotos sepia de filos ondulados, que las telas ajadas, que las manchas de las manos de los viejos, que octubre ya bien entrado, que la herrumbre, que el crepúsculo