Eduardo Lizalde representa un caso raro en la poesía mexicana, al menos, por dos razones: una, que su reconocimiento como poeta solo se dio pasados los cuarenta años con la publicación de El tigre en la casa, y que, por la vertiente primordial de su país, ha sido y es el más brillante, por no decir el real y único, heredero de la poesía maldita, sobre todo del linaje francés.