María Negroni observa un fotograma en un film de Joseph Cornell: una niña (sus lánguidos cabellos le cubren el cuerpo) montada sobre un corcel blanco. Es solo una imagen, pero una imagen cargada de visiones. Elegía Joseph Cornell debería leerse según la lógica de un ensamblaje, un collage, un ready-made. La niña y el caballo son los guías de un museo portátil donde cabe todo Cornell: una boîte-en-valise que se despliega ante nosotros para exhibir su repertorio de postales mágicas. Cornell habita el mismo planeta que Mekas, Brakhage y, por supuesto, Duchamp. Todos ellos practicaron el arte de la recolección. Pero fue Cornell quien descubrió el found footage sin saberlo y le robó a Dalí un film que todavía no había imaginado. Se entiende, entonces, por qué a Negroni le gusta volver a pasar sobre estas huellas como si saltara por los casilleros de una rayuela. Igual que Museo negro (1999), Galería fantástica (2009) o Pequeño mundo ilustrado (Caja Negra, 2011), este libro es un catálogo de los detritus más bellos e inútiles. Los juguetes ópticos, las divas de los viejos films, los relatos de Andersen, Little Nemo, Duchamp, las golosinas, Krazy Kat, el cine underground, Nueva York: con primorosa lucidez, el libro acomoda esos restos en compartimentos contiguos, como si fueran los diminutos residentes de una casa de muñecas. Para María Negroni, como para Cornell, el arte es la infancia. No porque la obra atesore un candor olvidado sino porque es el único país de las maravillas y la única tierra del nunca jamás donde se puede conquistar lo incomprensible. Elegía Joseph Cornell es un diario íntimo (si acaso fuera posible un diario íntimo por interpósita persona): el artista-niño no podría haber escrito estas páginas, pero es el único que sabría leerlas. Es que así lo quiso él las películas más conmovedoras son aquellas concebidas para no ser filmadas nunca. Como este libro, que aún no ha sido escrito.
David Oubiña