KRISTEVA - SAMOYAULT - GIORDANO - MARTY - MATTONI
Solo los muertos son objetos creadores, anota en sus apuntes para el curso Lo neutro. En el año del centenario del nacimiento de Roland Barthes, se corre el riesgo de que la profusión de homenajes termine por asfixiar su figura en el panteón de los ilustres. Probablemente ningún crítico haya sido tan consciente como él del carácter equívoco que conlleva cualquier figura de autor. De hecho, esa delicada exploración de sí que es el Roland Barthes por Roland Barthes resultó ser el lento destilado de una prolongada reflexión sobre el autor que había comenzado más de una década antes, con el artículo La muerte del autor, de 1968, y que daría un giro definitorio en el Prefacio de Sade, Fourier, Loyola. Allí, cuidándose de no rectificar (del todo) su flamígero y nietzscheano dictamen anterior, Barthes señala la morfología imaginaria del autor, su carácter intersubjetivo, de simple plural de encantos, en cuyos contornos reconoce menos a la persona (civil, moral) que a un cuerpo atractivo de detalles.
Vivir con un autor, nos dice Barthes en este Prefacio, no es concretar en nuestra vida el programa que él traza en sus libros, sino dejar deslizar en nuestra cotidianeidad fragmentos inteligibles procedentes del texto admirado; es decir, se trata de hablar este texto: vivir con Sade es, en determinados momentos, hablar sadiano. A esta transmigración del texto hacia nuestra vida, Barthes la llama el placer del Texto que supone, a su vez, el regreso del autor como un cuerpo plural, sin unidad, un sujeto disperso en el Texto a semejanza de las cenizas que se dispersan luego de la muerte. A continuación, Barthes expresa su deseo, gracias a los cuidados de un biógrafo amistoso, de transmigración futura; esto es, reducir su vida a unos detalles, a unos gustos, a algunas inflexiones: a unos biografemas que se dispersarían y viajarían libres de cualquier destino hacia otros cuerpos también destinados, a su vez, a la dispersión. ¿Qué retrato hacer, entonces, de Roland Barthes? ¿Qué biografemas ofrecer al lector?
El Otro es para Barthes un objeto de deseo (de goce) y el testimonio vivo de una fatalidad extrema del sí mismo. La paradoja que persigue al sujeto es estar irremediablemente atado a las representaciones (y siempre las representaciones son del otro) o, más precisamente, ser fatalmente constituido por ellas. Esa singularidad reaparece con fuerza en los últimos años de su vida, a través de la fascinación (sideración) por lo imaginario que lo empuja a indagar en la ontología de las imágenes, en particular las imágenes fotográficas. Usted [escribe en la parte improductiva de su autobiografía imaginaria en tercera persona (todo esto debe ser considerado como dicho por un personaje de novela, reza la contraportada)] es el único que no podrá nunca verse más que en imagen, usted nunca ve sus propios ojos a no ser que estén embrutecidos por la mirada que posan en el espejo o en el objetivo de la cámara (me interesaría solo ver mis ojos cuando te miran): aun y sobre todo respecto a su propio cuerpo, usted está condenado al imaginario.
Intrigante no parece haber otra forma de definirlo es el interés de Barthes por lo neutro. En el curso del Collège de France del año lectivo 1977-1978, cuando se ocupa de esa invención conceptual, Barthes se demora en algunos íncipts antes de encontrar una definición; y escribe: Lo neutro es aquello que desbarata el paradigma que es la oposición de dos términos virtuales de los cuales actualizo uno al hablar, para producir sentido.
El paradigma, entonces, es el resorte del sentido. Amar a Barthes debería equivaler a desarmar el sentido de su figura que cada uno de nosotros, lectores en goce, hemos establecido o nunca dejamos de establecer. Amarlo sería algo así como desarmar el paradigma-Barthes mediante la escritura. El conjunto de ensayos y semblanzas que presentamos aquí, por su carácter multifacético, dialoga con la propia concepción biográfica de Roland Barthes, cuya única bête noire era el monstruo de la totalidad: en este libro conviven el Barthes ensayista (Alberto Giordano), el lector amigo (Julia Kristeva), el mitólogo (Silvio Mattoni), el profesor profundamente curioso por las lejanías de lo extranjero (Tiphaine Samoyault) y también generoso con sus estudiantes (Edgardo Cozarinsky) y, por último, el crítico fascinado por las imágenes (Éric Marty).
En un temprano homenaje post-mortem de la revista Critique, en 1982, Louis Marin sostiene que el Roland Barthes es, precisamente, una autobiografía en neutro. Escribe: El retrato de Roland Barthes, su retrato está hecho de paradigmas destrozados, de comienzos de capítulos; es un sumario, el índice razonado de un tratado no de espiritualidad sino de crítica y de teoría crítica (literarias); pero esta grilla paradigmática, que el orden alfabético organiza (y que es incomodado por ella) se aplica a sí, a un sí que se convertiría, entonces, en un texto que, en ese preciso instante, se identificaría al sí que escribe. Y, de ese modo, una existencia se convertiría en escritura o, quizás, también, a la inversa.
Seis formas de amar a Barthes es volver su existencia una escritura o viceversa: una escritura (muchas escrituras, en este caso), una existencia. Algo que, a decir verdad, desarmaría ese otro paradigma que tanto lo obsesionaba: la oposición vivo/muerto.