El autor fusiona adrenalina y profundidad en El accidente, una novela que combina la acción trepidante de un best-seller con un análisis psicológico agudo.
Entre los novelistas de lengua española surgidos en el siglo XXI, Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) sobresale por su versatilidad para cultivar todo tipo de novelas (incluyendo los guiones de telenovelas y series para medios audiovisuales), exhibiendo las técnicas y los recursos literarios más variados. Un poderoso registro creador que le ha valido importantes premios y reconocimientos.
Su reciente novela El accidente (Seix Barral, 445 pp.) prueba su virtuosismo verbal: de un lado, adopta el ritmo vertiginoso de los best-sellers de acción pura y dura, que impactan al lector con una contundencia similar a los efectos especiales del cine y los videojuegos. Breves, palpitantes, las frases y los párrafos calzan con el dinamismo de las escenas, interrumpidas constantemente en momentos llenos de adrenalina. Y es que irrumpen nuevas peripecias fulminantes que postergan, una y otra vez, la solución de los conflictos, cada vez más agravados por el rencor, la traición y la ambición, y por el amor posesivo y la resistencia a conocerse a sí misma de la narradora-protagonista Maritza Fontana. No faltan guiños explícitos con películas hiperactivas como Misión imposible, ni las clásicas persecuciones automovilísticas, citas delictivas en parques de diversiones, cercos policiales, en fin.
Pero lo más notable y difícil de lograr (descuidado por los betsellers) que, ese virtuosismo, a la vez, posee profundidad para retratar la complejidad psicológica y ética de sus personajes, desnudándola mediante detalles sumamente expresivos (a pesar de las máscaras y dobleces que pretenden ocultar sentimientos e intenciones). Los cuales no pasan desapercibidos para el lector, pero sí para la narradora, ya que a Maritza le cuesta romper la esfera de autocomplacencia (empresaria de éxito a punto de “formar parte” del círculo exclusivo de la “gente bien”, pp. 10-12) en la que se refugia, ciega al descalabro familiar (esposo infiel, hijas descarriadas y suegra que la desprecia por juzgarla una advenediza arribista) y la fragilidad de sus relaciones laborales y sociales.
Un ejemplo magistral es cómo no nota la atracción erótica (idealización amorosa, que no era excitación sexual) que despierta en el mafioso Reinaldo Jáuregui, quedando sorprendida cuando el teniente Carrasco aborda el punto (p. 383). Otro, desplegado con mayor destreza, es la mezcla de admiración y envidia que despierta en la aparentemente confiable Inés, quien planea suplantarla en el hogar y en el negocio.
Sin duda, Maritza brilla como uno de los personajes femeninos más memorables de la narrativa hispanoamericana. Ha bloqueado en su inconsciente un terrible trauma infantil (su madre se ahorcó cuando su padre descubrió que era lesbiana), lo cual incide para que no enfrente las cuestiones desoladoras (el odio y la rebeldía de su adolescente hija Patricia, la mala conducta de su pequeña hija Liliana y la infidelidad de su esposo); y se aferre a la ilusión de que tiene una familia ejemplar.
Pero todo se desmorona por culpa de los demás y, en gran medida, por culpa suya: “era un mundo agradable pero falso, hipócrita (…) había vivido refugiada en el castillo que ahora los bárbaros demolían sin piedad. Y por momentos, tenía ganas de largarme con ellos” (p. 374). Lo capta el perspicaz policía Carrasco: “Esto es como un pantano: mientras más se mueve, más se hunde. Yo estoy extendiendo la mano para sacarla. Trato de rescatarla, antes de que sea tarde. Pero usted se sigue moviendo” (p. 322).