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01 DIC

Agua de inicio

por Diego Nieves
Agua de inicio

 

-Mi vieja lo espera, mis tías. Todos —dijo agotado.

-No me importa—respondió—. Me importa él, no lo que piense tu vieja.

Sentada con los brazos cruzados y ligeramente recostada en el sillón de la sala, observaba a su marido. Arturo se apoyaba de la baranda del balcón con los brazos extendidos, a pocos metros suyos. Raquel buscó entre sus bolsillos una cajetilla con los últimos cigarros. Encendió uno.

-Y eso sí puedes hacer, ¿no? —le recriminó con una risa burlona—. Eres increíble.

-¿Hacer qué? —balbuceó con un cigarro entre los labios, buscando el encendedor.

-¿Cómo qué? Fumar. Te cagas el cuerpo y el de Alfonso. Tiene dos años, Raquel. Pero, claro, para lo otro sí te rasgas las vestiduras del horror.

-Son cosas diferentes… —contestó sin mirarlo, exhalando el humo de su cigarro.

-No son diferentes —y retornó a la sala bruscamente, sentándose a su costado—. Dime, mujer, ¿por qué te importa tanto? Tú sabías que yo era católico, que mi familia lo era.

-Tú —dijo volviendo el rostro bruscamente hacia su marido—, no él. Él lo decidirá cuando sea grande.

-¿Por qué tendría que decidir eso? ¿Acaso él decide siquiera algo a su edad? —La miraba con indignación.

-Ya sabes mi respuesta, Arturo —dijo con una calma que revelaba impaciencia.

-Raquel, mírame —dijo en voz baja, y conectaron miradas—. Olvídate de mi familia, piensa en mí. Tú ni siquiera crees. A ti debería darte igual. Hazlo por mí. Si esto no fuese importante no te lo pediría tan insistentemente.

Ella lo observaba como se observa algo absurdo, cotidiano. Entre sus miradas había kilómetros de distancia.

No hubo respuesta. Arturo apoyó los codos en las piernas y murmuró algo indescifrable, frustrado.

Raquel se incorporó. Le daba una mezcla de lástima con ira ver la debilidad de Arturo, deslucido en aquel sillón.

-¿Sabes por qué no quiero que se bautice? —preguntó con mirada inquisidora. Arturo levantó el rostro, observando unos gestos indescifrables en su mujer. Había envejecido, estaba muy delgada. El pelo entrecano, las tenues cejas delineadas, las patas de gallo, esas arrugas delatadoras.

-Porque eres atea, ya sé, ya lo sé. Pero, precisamente…

-No —lo interrumpió—. No es por eso, Arturo. Es por tu vieja. Estoy harta de ella. —Y Arturo volvió a bajar el rostro, rendido—.

Callaron unos segundos.

-Hablar contigo es como hablarle a la pared —dijo ella.

Sonó el timbre.

-Ábrele, ¿qué esperas? —ordenó Raquel, inhalando un poco de humo.

-¿Qué le vamos a decir, mujer?

-Que nos volvimos mormones, judíos o musulmanes. Lo que tú desees, querido. Pero que ni muerta lo bautizo.

Arturo, ya de pie y en la cocina, observó a su madre desde la pantalla del intercomunicador, sujetando una imagen de la Virgen de Guadalupe, risueña, esperando saludar a Alfonsito. Seguramente ya con el lugar perfecto para enmarcar a su virgencita en el cuarto de su único nieto.

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