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09 JUL

Corte de cabello - Ganador del 1er Concurso de Microcuento - Librería Sur

por Esteban De Langres
Corte de cabello - Ganador del 1er Concurso de Microcuento - Librería Sur

Me hallaba vestido de oscuro gris, sin nada en la billetera, la misma que uso siempre cuando estoy despierto. Había leído las noticias matutinas acerca de lo que pasaba en el cielo: la luna amenazaba con caernos encima, de modo que Javier, un amigo muy querido, me advirtió de un refugio: — Allí están yendo todos, las autoridades han dispuesto que la gente acumule alimentos, bebidas…

«¿Para qué?», pensé yo. «¿Acaso cuando la luna aterrice no va ser el fin y entonces nadie podría comer ni beber, ni escuchar la ópera, ni cantar, ni sembrar amapolas, ni tirar piedras en los ríos, ni…?»

—Somos los primeros, —comentó mi amigo, respirando fuertemente, al llegar ambos al lugar —con excepción del barbero, claro.

​La barbería, tal era el lugar designado para la concentración, mostraba las sillas vacías, los espejos, las cremas, las tijeras, el piso marmolado como cripta. En una esquina del techo una araña, descansando sobre un reloj de madera, nos observaba con una gema muy radiante aferrada en la pata.

​—¿Corte, caballero?

​—Regular y afeitada, por favor. —respondió mi amigo sentándose en la silla más alejada de la puerta. Un enorme aparato de radio vociferaba algo en un español ininteligible. Salí para ver si la luna había dejado de caer, pero no, ahora estaba más grande. Volví a entrar, pero la gente ya casi había copado las instalaciones.

​—¡Diego, aquí! —me gritaba Javier desde el interior. El uniforme del barbero empezó a brillar como fogata. Había sangre en sus manos, también en el cuello de su cliente.

​—¡Javier, tu cuello! ¡Estás sangrando, hombre! —le grité a mi amigo.

​—¿Qué?

​—¡Que estás sangrando, digo!

​Instantes después, el recién afeitado se hundió en algún foso invisible. Busqué el agujero por donde habría tenido que desaparecer, pero no, no existía. Una persona muy mal parecida, con arrugas como maldiciones, tomó su lugar.

​Dentro del refugio, toda la gente empezaba a sangrar, manchando los mandiles, salpicando hasta las grietas del piso. Salí para ver la calle en ebullición. Un minuto más tarde, la luna ya casi me tocaba el hombro, sentía su gravedad, su palidez.

—¿No sería posible que pudiéramos convivir con ella? —le sugerí a un sacerdote, que se hallaba confesando a una fila interminable de ancianos.

—Ya es tarde. Hicimos todo lo posible. —interrumpió un hombre gordo, de anteojos finos, que se encontraba dentro de un vehículo oficial.

No tuve más remedio que regresar a la barbería. No había nadie, todos se habían hundido. Todo olía a ataúd recién cerrado e intentaba no despegar mis ojos del techo para no gastar mis últimos segundos observando el rojo que alfombraba el piso. El fígaro me esperaba, de pie detrás de un asiento, blandiendo una extraña navaja con forma de látigo en la mano izquierda.

​—¿Ya tiene usted su número? —me preguntó, súbitamente vestido de mandil negro.

​—Sí, aquí lo tengo…

​De mi bolsillo brotó inexplicablemente un papelito marcado con el número 665. Me alegré de no ser el siguiente…

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