Cuento a las personas que me saludan.
Les he puesto, incluso, categorías a sus saludos. Están, por supuesto, los saludos automáticos. Éstos abundan y están llevados por un sentido del deber y la educación. A veces, cuando no hay prisa, algunos clientes optan por acompañar sus saludos con un mínimo esbozo de sonrisa, que por cierto siempre denota falsedad. Otros saludos son más bien tímidos, pero con una frialdad parecida. Solo se limitan a emitir un gesto indescifrable y a asentir con la cabeza mínimamente. Mis preferidos son los saludos naturales, aquellos no necesariamente alegres pero sí comprometidos con algo más que el ser educados: vienen con una mirada particular, con un sincero compromiso por expresar el haber reconocido mi existencia.
He llegado a pensar que la gente nace con el talento del saludo. Tengo mucho tiempo para pensar.
Los naturales —así llamo a aquellos con la habilidad innata de saludar de forma auténtica— guardan características similares: son escasos, casi siempre ancianos o niños. No he logrado extraer más información de ellos, salvo que tienen fecha de expiración: los primeros eventualmente se mueren y los segundos crecen con rapidez: de lo bueno siempre hay poco. A veces me pregunto si al menos ellos me recuerdan, o si solo recuerdan el desgastado uniforme, el rostro joven pero desvaído, u otros pocos atributos que me determinan.
Me parece irónico que yo los recuerde a todos.
Recuerdo los pasos agitados de aquella mujer de los labios pintados, que compra de forma religiosa, todas las quincenas, sus cremas humectantes; o del adolescente de rostro culpable que llega a la caja, tan clandestino él, pidiendo sus cajas de preservativos. O quizá a la abuelita de túnica morada que aturde a todos —hasta a mí— con consultas extravagantes sobre productos inexistentes, todo para finalmente optar por la indecisión y retirarse con un rostro de insatisfacción. También recuerdo al niño Esteban —él es, por cierto, uno de los naturales—con la lista de artículos de aseo, quizá la aventura más importante de su mes —lo sé por el tono de orgullo con el que le pide a Carmen los jabones y el champú—. En fin, los recuerdo a todos. Quizá a unos más que a otros.
Me pregunto en lo que pensarán al pasar tras de mí. Acaso ven una imagen repetida a lo largo de miles de establecimientos de la ciudad, acaso ven un espacio inexistente, un objeto inanimado al que visten con uniforme. Acaso ven seguridad.
Desearía que vieran más. Desearía que vieran ambición, anhelo. Desearía que vieran las clases que me apasionan, las historias que imagino, la contradicción de mi oficio. Desearía que vieran mi sueldo, mis ahorros, mi soledad, tan impuesta; mis mañanas los domingos, mis noches camino a casa en bus, esas horas llenas de sueños. Desearía que vieran una realidad, una vida, un igual.
Desearía que me vieran.