Fuguet, Alberto. Ciertos chicos. Santiago: Tusquets, 2024, 334 páginas.
En tiempos donde el discurso amoroso pareciera iniciar su retirada literaria, Fuguet se nos vuelve un romántico de tomo y lomo. Un hecho impensable dado el cariz de sus últimos dos libros de ficción, rigurosamente rudos y compulsivamente poseros. Ciertos chicos es un salto hacia muy atrás, una suerte de contracara de Mala onda, el superventas de inicios de la década de los 90; pero también, es un salto hacia adelante, en tanto explora un par de temáticas inéditas en su obra: el romance (medianamente deszorronizado) y la dictadura.
El autor más mimado por las elites fashion-literarias de nuestro país pone en escena la vida de dos personajes: Clemente Fabres, estudiante de periodismo en la Universidad de Chile y Tomás Mena, estudiante de literatura en la PUC. El primero es hijo de exiliados de la izquierda dorada y el segundo, un fiel representante de la clase media aspiracional. Sin embargo, lo que en un principio pudiera leerse como el manido recurso melodramático de poner a los amantes separados por su clase social, rápidamente pierde peso; porque la historia no va por allí ya que los amantes comienzan a vivir un proceso de simbiosis, de unificación de rasgos que los aproxima y convierte casi en uno.
Clemente y Tomás vienen de territorios distintos, aunque poseen rasgos comunes: anhelan enamorarse, vivir un, excusándome el cliché, huracán de pasiones, pero al mismo tiempo construir un vínculo mayor, un estado -en cierto sentido- nirvánico y permanente con el ser amado. Clemente es el viajado y desarraigado, solo desea terminar su carrera y volver a Europa. Cultiva el look del tipo distante, aparentemente banal, pero con una vida interior profunda. Su máximo interés es la crítica musical, la cual vuelca en la elaboración de un fanzine “undergraund” que distribuye en lugares onderos de la capital. Tomás, por su parte, egresado del Instituto Nacional, posee también un profundo interés por la música y la escritura. Es un chico virgen, en el closet y bullente en deseos de abrazar todo lo que sospecha la vida le traerá de bueno. Ambos poseen un entusiasmo desmesurado por las artes.
Un hecho importante es que transcurrirá más de la mitad de la novela sin que la pareja llegue a conocerse en profundidad. La previa a este clímax si bien está repleta de encuentros casuales en sitios de moda, es demasiado extensa. Como una telenovela que se alarga de forma innecesaria, abundan los hechos menores que desvían la trama y que terminan centrando el foco casi enteramente en el contexto social. La historia de amor pierde protagonismo y la vida ligada al espectáculo cultural en los 80 parece tomarse la narración.
Si bien resulta enriquecedor esta suerte de documental sobre un sector de la movida cultural ochentera, a todas luces resulta excesivo. La acumulación de ambientes, personajes, estilos de ropa, peinados, gustos para lograr la representación de una época, resulta desbordante. Aún así, es posible deducir que aquella fauna, siempre ligada a la fiesta y al exhibicionismo, es un indicador de un estilo de vida contracultural y escapista de la represión dictatorial.
La novela no deja dudas de la efervescencia cultural del periodo, desde la vereda de una suerte de comunidad que estaba más preocupada de generar arte y experimentar una vida “alternativa” que luchar contra la represión. Los segmentos, una vez más desbordantes, donde Clemente describe su escuela de periodismo, plagada de militantes de izquierda, representa aquello que desprecia tanto él como muchos y muchas que les tocó vivir en el lado B de su generación. Si dejamos de lado la clase social que representa la mirada de Clemente, hay que aceptar que el desencanto político noventero tuvo su germen bastantes años antes del 90. Quizás un temprano ‘no estoy ni ahí’ o el hartazgo de tanta trama militante o los dogmas de una izquierda binaria en el más amplio sentido, incidieron en la concreción de espacios indisciplinados amplios y diversos.
Ha sido recurrente en la obra literaria de este autor la indiferencia ante la dictadura. Elipsis que ha derivado en que se considere su escritura como light. En esta ocasión, la dictadura tiene un lugar ya que la narración transcurre principalmente en la década ya mencionada. Imposible, por tanto, ignorar el contexto. La pregunta que surge entonces es: en esta novela ¿la historia del país es una mera escenografía o hay algo más? Pese a la presencia de la dictadura y sus efectos en el relato, ésta funciona más al modo de una escenografía que como una cuchillada constante en la vida cotidiana. Fuguet visualiza los contextos históricos en la medida en que afectan directamente la intimidad de sus personajes.
Clemente no está de acuerdo con la represión ni la violencia, sin embargo más que el daño al país, le preocupa el daño personal. No hay una complicidad generacional, colectiva, sino un individualismo acérrimo que prefigura el de hoy, parte central del ideario neoliberal que ya operaba en el Chile de entonces. En otras palabras, Clemente no es facho, pero las violaciones a los derechos humanos le importan en la medida que podrían incidir en su propia vida. En definitiva, es un tipo más cercano a una derecha liberal que a una republicana o confesional.
Por otro lado, sabemos que el discurso amoroso es y será un cliché, basta de discutir eso. Por lo mismo no me parece relevante ir más allá. Lo que sí me parece destacable y un gesto rupturista es construir un bello relato amoroso entre dos chicos que parecen mundanos, pero que en el fondo no son más que dos “almas solitarias” (las comillas me pertenecen). La historia amorosa funciona, porque el autor consigue llegar muy adentro de un estado amoroso adolescencial. El problema es que la novela pareciera utilizar el contexto como una excusa, para otorgar peso a la trama romántica.
Entre los mayores desaciertos de la narración está que parece comenzar una y otra vez; además, la enorme cantidad de segmentos y personajes en clave totalmente reducibles o eliminables. En términos generales, no se logra consolidar un diálogo con el contexto; por momentos, el contexto se traga el romance, lo anula, y con ello rompe la interacción entre la esfera afectiva y la histórica.
Los protagonistas, finalmente, son incapaces de vincularse con aquellos que no son sus iguales. Práctica que nos conduce a una homosexualidad que selecciona a sus interlocutores no solo por clase, ya que pueden ser aceptados dependiendo de su apariencia y nivel intelectual. En múltiples momentos, surgen personajes configurados como atractivos, solo por su estilo, su impostura. Esto demuestra que la percepción de la diferencia es meramente visual, sujeta a una suerte de teatralidad que en su interior resulta vacía. Accionar que, a estas alturas del siglo, resulta naturalizado; por tanto no es posible considerar esta factura como una torpeza o parte de un ideario discriminador.
Ciertos chicos calza con la categoría de bildungsroman autoficcional. El problema es pensar que si Fuguet tenía entre sus manos un buen relato amoroso por qué intentó saldar tantas cuentas con el pasado del país y su propio pasado literario. Un claro indicador de eso es que para todes (con e) quienes nos hemos leído la obra completa de este autor, incluyendo ficción y no ficción, reconocemos demasiados guiños estilísticos, tipos de personajes, situaciones, temáticas, lenguajes, puntos de vista, ya abordados en extenso por el autor en sus otras producciones. El asunto es que, en esta ocasión, no hay reelaboración sino autocitas desgastadas que aproximan el volumen a un refrito que opera como salvavidas ante la falta de ideas. Porque una cosa son las obsesiones literarias de todo escritor/a y otra quedarse pegado en una fórmula que alguna vez tuvo cierto éxito.
Fuguet regresa con una novela rabiosamente sentimental, una gran salida de madre ante los tiempos que corren. Es destacable, además, que el narrador coincida con la figura autoral, quien escribe como parte de la reconstitución de su memoria al mismo tiempo que rinde un homenaje a su máximo amor. Sin duda que el mayor acierto es exponer la total decadencia del personaje central. Un punto álgido por lo interesante, que pudo desarrollarse con mayor crudeza, es hacer trizas al protagonista.
Enfoque que surge hacia el final del volumen, cuando es exhibido sin conmiseración alguna, casi cuarenta años después del romance con Tomás, ante la nueva generación de millennials, para quienes no es más que un dinosaurio, cuyo único destino parece ser el de sugar daddy. En esta pasada, el contexto es excesivo o también podría decir que no logra articularse con la trama amorosa a lo cual habría que sumar el insufrible exceso de autocitaciones. Los desaciertos de esta narración no son ideológicos sino estructurales, lo cual para un autor tan prolífico como este resulta aún más complejo.