“Todos los árboles del mundo me parecen hermanos”, dice Yeonghye, la protagonista de la novela La vegetariana, cuando intenta explicar por qué está llevando a ese extremo la renuncia no solo a comer carne, sino a vivir de un modo que cree insano. La frase resume su utópica aspiración: convertirse en una mujer-árbol y tender sus raíces hacia los demás para relacionarse de otra manera, físicamente también. Por eso pone el cuerpo en el centro y concede al sexo un papel clave, porque Yeonghye se niega a que traten su cuerpo como tantos, hasta ofrecer uno de los espectáculos más refinadamente orientales de los últimos tiempos.
Cuando Han Kang publicó La vegetariana, la crítica surcoreana “la pulverizó”, me dijo su traductora al español Sunme Yoon, una tarde en Seúl. Sunme Yoon añadió que la mayoría de críticos eran básicamente hombres de cierta edad, en cualquier caso chapados a la antigua y, por eso, guardianes de un ultrapatriarcado que recibió la novela como una insurrección que se debía aplastar para que nada cambiara demasiado. Todo ello en una sociedad con el mayor porcentaje de suicidios del mundo y un pasmoso índice de chamanas, la forma que encuentran demasiadas mujeres para soltar unas cuantas verdades a base de gritos y furia gestual.
Han Kang eligió otra fórmula. La escritura. Inventó una Yeonghye que no iba a pasar por el tubo de lo reglado ni del cada vez mayor consumo de alcohol y carne —en Seúl aún son famosos los restaurantes deboshintang, sopa de perro—, ni por el trepidante ritmo de un país a la vanguardia tecnológica, ni por el vértigo de un mundo abocado al consumo voraz e indiferente. No. Yeonghye aparecía para actualizar el “preferiría no hacerlo” del personaje Bartleby de Melville. “No lo quiero hacer”, decide ella.
En este día de celebración por el Nobel, me centro en La vegetariana porque es el libro que cambió la vida de Han Kang y me unió, al escribir su prólogo, a ella. Y porque con esa novela reventó el orden gracias a una protagonista delicada y segura que entrega su cuerpo al placer, la intuición y la belleza, literalmente al arte, señalando un camino a seguir. La combinación le valió el Booker en 2016, para desconcierto de sus pretendidos verdugos y alegría de Iolanda Batallé, la editora de Rata, que la publicó en español y catalán por un módico precio, porque al contratarla aún no había ganado el premio. (¿Por qué desapareció esa fugaz editorial, que acumula dos premios Nobel y tres Man Booker?). Desde entonces, hemos ido endureciéndonos y disfrutando con esta autora que prueba algo distinto en cada libro, deseando conocer más, otros ángulos humanos.
Para conocer mejor, Han Kang se inclina por el silencio. Habla lo justo, se mueve con cuidado, es amable. Irradia el mismo respeto que impregna su literatura. Cuando nos vimos en Barcelona, pidió un menú digno de Yeonghye. Meses antes, yo le había contado mi viaje por la frontera de las dos Coreas en busca del tigre blanco. En la mesa, Han Kang sonrió y me tendió un paquetito. Contenía la pintura enmarcada del hermoso tigre que observo mientras tecleo este artículo, feliz por la concesión de un Nobel a esta escritora tan valiente como sutil, capaz de reconocer tus deseos y honrarlos, y de abstraerse cuando alguien le dice: “si no comes carne, los otros te comerán”.
Fuente: El Pais