Da la impresión de que desde Bajar es lo peor (su primera novela, 1995) Mariana Enriquez estuvo ensayando formas de llegar a un libro que finalmente vemos hoy publicado. Así, Nuestra parte de noche (Premio Herralde de Novela, 2019) es una suerte de consagración. La novela narra la historia de Juan, un hombre con una enfermedad congénita en el corazón, que es adoptado de niño por una familia adinerada perteneciente a una vieja orden secreta. Tras realizarle una cirugía paliativa, el médico de Juan —miembro de una secta que busca conectarse con la Oscuridad— detecta en él cualidades para ser un mediador entre dos dimensiones espacio-temporales: la nuestra y la de una deidad sombría que podría revelar cómo evadir la muerte para siempre. Durante una adolescencia aislada y convulsa, el médium y una descendiente de la familia más poderosa de la orden se enamoran y, más adelante, tienen un hijo llamado Gaspar, que hereda las capacidades de su padre.
«Enseguida se dio cuenta de que Gaspar percibía lo mismo que él, aunque la diferencia era radical: en vez de evitarla —Juan estaba tan acostumbrado a esas presencias que las ignoraba—, la iba a buscar, atraído. Lo que se escondía al final del pasillo estaba asustado y no era peligroso, pero era antiguo y, como todo lo muy viejo, era voraz y desdichado y envidioso.»
La presencia de seres extraños que habitan la vida diaria de los personajes es un elemento característico de la estética de Enriquez. Nerval de Bajar es lo peor, por ejemplo, se siente atormentado por visiones aterradoras que suelen aparecer cuando se esfuman los efectos de la droga, y en el primer cuento de Los peligros de fumar en la cama (2009) la narradora es perseguida pasivamente por el cadáver corrupto de una hermana de su madre que murió aún siendo niña. En Nuestra parte de noche este cruce de mundos es mucho más poderoso: no hay un personaje aislado y confundido entre alucinaciones y presencias sobrenaturales, sino una comunidad entera que no sólo comparte lo extraordinario, también lo convoca y lo adora. La estructura de la novela permite que el lector se forme una idea compleja de ese culto, porque cada uno de los seis capítulos está narrado por un personaje distinto.
Si uno se volviera fanático y buscara más presagios de la última novela entre los libros anteriores podría identificar el borrador de uno de los pasajes centrales en el relato “La casa de Adela” de Las cosas que perdimos en el fuego (2016), que narra la desaparición de una niña (cuyo rasgo más característico es la falta del brazo izquierdo desde el hombro) dentro de una casona abandonada. En ambas versiones, la casa no es la misma por fuera y por dentro: sus dimensiones y la disposición de los cuartos es otra. Desafiando toda lógica, Adela no desaparece en un lugar exterior, sino tras cruzar una puerta del interior de la casa que no puede volver a abrirse en ese momento y que nadie más encuentra en futuras búsquedas.
Hablar de desapariciones en Argentina siempre es una acción política por los crímenes de lesa humanidad que ocurrieron allí durante el mandato de la Junta Militar, y la dimensión fantástica de la escritura de Enriquez no la exime. Quizá como forma de resistencia, la autora nunca ha suprimido de su narrativa los elementos terroríficos de la dictadura (vigilancia, toques de queda, ejercicios absurdos de control, desapariciones forzadas, castigos ejemplares), pero los dota de matices sobrenaturales. Una vez que la cuestionaron al respecto (a raíz del título de su novela Cómo desaparecer completamente, 2004), respondió: “A las palabras hay que exorcizarlas, no pueden estar como siempre atadas a un significado que no es el significado que tienen. Hay que quitarle las palabras al enemigo […] La sangre está en las manos de ellos, no en mis manos”.
Mariana Enriquez nació tres años antes del golpe de Videla contra el gobierno peronista y tuvo una adolescencia atravesada por la imposición de una “normalidad” que reprimía cualquier gesto de vida, como viven las personajes de Ese verano a oscuras (2019). Sin embargo, con el paso del tiempo, también presenció la “reparación” de una verdad silenciada por muchos años: memoriales callejeros para no olvidar las atrocidades allí cometidas, informes de derechos humanos y largas investigaciones periodísticas para desvelar los horrores de la dictadura.
En su relato Chicos que vuelven (2010), por ejemplo, un día decenas de jóvenes desaparecidos regresan sin explicación, pero el júbilo de sus seres queridos por el reencuentro se ensombrece porque los chicos no son los mismos, tienen algo de cascarones, de marionetas que cortaron sus hilos. Se necesitan rabia y desaire frente a la militarización del Estado para reclamar el derecho de causar horror al describir párpados sin cara, uñas separadas de los dedos, dientes enfilados sobre una superficie de madera…, en un lugar en el que esas prácticas no ocurrieron sólo dentro de un libro, sino en la puerta de al lado o en el estadio de enfrente.
Nuestra parte de noche abarca los años más amargos de dictadura militar en Argentina: la primera parte de la novela ocurre en un contexto de desigualdad social racializada y de guerrillas que comparten zonas de un bosque con el culto de la Oscuridad, y la segunda muestra un mundo desenfrenado en edificios ocupados por punks y jóvenes que conciben una libertad sexual más allá del contagio, letal por esas fechas, de VIH. El contexto de un Estado represor en la novela permite que actividades como ceremonias nocturnas de invocación, ritos que implican enjaular personas en túneles subterráneos, la apertura de umbrales hacia Otro Mundo (más cruel y ominoso que el visible) y metamorfosis dolorosas sean posibles consecuencias tanto de un culto maligno como de un gobierno militar. Todo ocurre bajo la capa protectora de la dictadura, que ofrece explicaciones, oficiales o no, para estas actividades siniestras porque sus modos de proceder coinciden a pesar de la divergencia de sus fines.
La novela comienza con un viaje en carretera de Juan y Gaspar en busca de algo que el segundo no comprende, aunque intuye que se relaciona con la muerte reciente de su mamá. A lo largo de la travesía el vínculo entre padre e hijo se fortalece incluso si no está claro si para bien o para mal. A veces da la impresión de que Juan puede leer los pensamientos de Gaspar y generar a su alrededor energías protectoras o amenazantes, según sea el caso. Esa ambigüedad determina no sólo la convivencia entre ellos sino también las relaciones entre los demás miembros de la familia de Gaspar: madres, hijas, hermanas y tíos demuestran su cercanía o su afecto por medio de acciones contradictorias que van de la ternura a la atrocidad.
«Aterrado, pero también sorprendido, Gaspar vio cómo [Juan] le acercaba de un tirón el brazo a la ventana y le clavaba los vidrios rotos; cortaba la piel con precisión, con saña y precisión, como si estuviera trazando un diseño. Gaspar gritó; el dolor era helado e insoportable, lo dejaba ciego, y cuando escuchó el roce del vidrio contra el hueso, el mareo lo obligó a gemir. Sintió la humedad caliente en los pantalones: se orinaba y, cuando miró a su padre para que lo dejara en paz, vio que él estaba concentrado en la herida, la estudiaba.»
Aunque sumergirse en esa mezcla de amor y odio que enlaza a la familia puede despertar emociones psicóticas, lo aterrador no radica sólo en la exploración de herencias, simbólicas y materiales, dentro de un árbol genealógico. El penúltimo capítulo, “El pozo de Zañartú, por Olga Gallardo, 1993”, es uno de los más espeluznantes porque en él la separación entre lo ficcional y lo real se diluye para mostrar una parte horrenda de la condición humana. Allí, la autora echa mano de su formación como periodista para escribir un reportaje sobre un lago en el que algunos grupos de antropólogos forenses buscan restos humanos que pudieron ser desechados allí por las Fuerzas Armadas, y sobre las familias de desaparecidos que se hospedan en los alrededores a la espera de cualquier hallazgo. Intrigada por una conversación, la narradora persigue su pista hasta dar con la anécdota de la desaparición de Adela y comienza a buscar a Gaspar, que resulta ser uno de los testigos que nunca dictó testimonio al respecto.
Nuestra parte de noche le arrebata el horror a la Historia que se escribe con mayúsculas para devolverlo a la ficción. En eso radica su potencia: la escritura abre una posibilidad para gozar la representación de lo perverso. No porque los periódicos o las noticias registren sucesos aterradores o siniestros, la ficción debe renunciar al regocijo de gestar un sufrimiento que se roza con el placer. Aventar el libro cuando la lectura eriza la piel de la nuca a causa del terror o sentir el pánico en las manos temblorosas al pasar las hojas es un reclamo de libertad, que ninguna dictadura y ninguna guerra contra el narcotráfico pueden apagar.