Educación tóxica. El imperio de las pantallas y la música dominante en niños y adolescentes es un libro importante por muchos motivos, y leerlo por cualquiera de ellos se torna casi una obligación, independientemente de si eres maestro, profesor, madre, padre, abuela, abuelo… (sigue tú). La radiografía que Jon Illescas nos muestra de la situación real en la que están inmersos los adolescentes y niños en estos momentos es profunda y reveladora, por lo que se puede incluso afirmar que pasar de largo por cualquiera de los argumentos que tejen esta obra resulta una temeridad. Las áreas de investigación de Illescas son, en artes plásticas, el dibujo y la pintura; y, en sociología, el marxismo y el análisis político de la cultura popular, especialmente de los videoclips.
Diariamente nos enfrentamos a representaciones imaginativas (en palabras del escritor Rafael Reig). La mayoría de ellas son ficciones hegemónicas que nos dibujan un mundo en el que nos movemos con mayor o menor fortuna, mayor o menor entereza, mejor o peor suerte, así sea la cuna de la que venimos. Espurios parecen entonces los debates sobre si la educación nos es dada en la casa, en la calle o en las escuelas, porque educar, en palabras del propio autor, «es una relación social por la cual aprendemos de los demás por comprensión e imitación desde que nacemos hasta que morimos. Por tanto es lógico que, fuera de las escuelas, el esfuerzo en educar a los adolescentes, en este caso, a la manera interesada que necesita el sistema no sea algo baladí, y es ahí donde la industria cultural adquiere su enorme, y tóxica, importancia. Las industrias culturales son industrias de conciencia».
Hablar con este profesor interino de enseñanza secundaria resulta tan fascinante como leerlo. Cercano y directo, la extensa conversación con él consigue que esta reseña parezca, por momentos, una entrevista o un reportaje. Empezamos justo por eso, por el tono, pues es una de las primeras cosas que llama la atención del libro. «El estilo ha sido premeditado. Ten en cuenta que por la cantidad de datos que expongo no hacía prever un libro fácil, o de fácil lectura, así que sí, efectivamente, el estilo debía de ser ese, muy directo, interpelando constantemente al lector. Quería que fuese una lectura cómoda, aunque quizá no agradable por lo que en él se dice, pero sí necesitaba que el estilo fuese cercano. La dimensión del problema requería una presentación estilística lo menos académica posible».
¿Y cuál es la dimensión de dicho problema? Pues que nunca antes hemos estado tanto tiempo expuestos a mensajes culturales e ideológicos dirigidos: mientras el mundo está lleno de problemas urgentes y desafíos que solucionar, andamos distraídos (apabullados) con redes sociales, aplicaciones, juegos, videoclips, tuits, etcétera. «El entretenimiento vacío y alienador al que estamos sometidos —comenta Illescas— resulta cuanto menos curioso, por no decir preocupante. Y si uno centra la vista en niños y adolescentes, los cuales están en una etapa de formación crucial, el panorama es desolador».
Educación tóxica interpela constantemente al lector no solo porque el autor se dirija a él directamente, sino por la cantidad ingente de datos y referencias que lo sustentan con el objetivo de demostrar a cada paso las conclusiones que plantea. Los adolescentes de entre 12 y 14 años ven de media 7 videoclips al día (50 a la semana, casi 220 al mes y más de 2.600 al año) y pasan de media 8 horas y 18 minutos dedicados al «Imperio de las pantallas» (en los centros educativos pasan 6 horas al día, ¿quién reeduca a quién?, ¿quién educa a quién?). «Creo que no descubro nada si afirmo que las pantallas nos rodean. Se ha producido un cambio antropológico y parece que no nos hemos dado ni cuenta; un cambio lógico dentro del sistema capitalista de producción. Lo que trato es de focalizarlo en niños y adolescentes, ver qué tipo de cultura están mamando y cómo se están formando con ella. De algún modo Educación tóxica es consecuencia de mi anterior libro, La dictadura del videoclip, de sus conclusiones. Los mensajes que intencionadamente se transmiten, creados y promocionados casi en exclusiva para los adolescentes, dirigiendo no solo su ocio, sino sus valores, son absolutamente terribles. Solo hace falta un visionado de los videoclips promocionados por la industria, y algunos de ellos vistos por cientos de millones, para darse cuenta de que, atendiendo a las letras de las canciones y a las imágenes con las que son presentadas, mayoritariamente muestran contenidos contrarios a los derechos humanos. Los videoclips dominantes son aquellos que mayor incidencia tienen en la socialización y en la educación de los menores y, por tanto, también en la reproducción de la hegemonía de la juventud mundial. El videoclip de la canción Dinero, de Jennifer Lopez, en menos de un año ha sido visto en Youtube por más de 120 millones de personas, en su mayoría adolescentes, chicos y chicas testigos de cómo se cosifica absolutamente todo con fines económicos. Eso se les muestra como deseable y, al final, como lo único que realmente merece la pena. Su mensaje no es que choque con lo que oyen en la hora a la semana que dan de valores o de educación visual en plástica en el instituto, es que creen que es imposible de rebatir».
Al preguntarse por las razones de lo anterior, la respuesta es clara: «Es la propia lógica del capitalismo, que solo busca la rentabilidad, es decir, mínima inversión, máximo beneficio. Las tres mayores compañías discográficas controlan el 92 % de los artistas. Ocho personas tienen la misma riqueza que la mitad de la población mundial. El problema es que eso se sostiene desviando la atención de millones y millones de personas gracias a lo que conocemos como industrias de conciencia. Estas industrias, mayoritariamente musicales tal y como demuestro con datos en el libro, lo hacen porque lo necesitan, necesitan una población ignorante que huya del desarrollo cultural y el pensamiento crítico. Y el modo de producción capitalista sea visto como el mejor, cuando no el único posible».
Lo que Illescas hace es reformular la pregunta que ya se hicieron filósofos como Marcuse, Adorno o Horkheimer: cómo dándose todas las condiciones para la superación de un estado de dominación y explotación socioeconómica, esta revolución no sucede. Y la distopía del mundo feliz de Huxley, con las pantallas encendidas a todas horas bombardeando con mensajes y contenidos hegemónicos, nos lleva a esa caverna platónica donde los hombres creían que lo real eran las sombras proyectadas en las paredes. Jon Illescas se pregunta quién dirige a esas marionetas cantarinas que bailan obscenamente entre sombras, embobando con su fulgores a los adolescentes, extirpándoles toda capacidad de reflexión a base de chutes de dopamina digital e invitándoles a encerrarse en un individualismo consumista y competitivo atroz.
Alguien puede decir que el problema no es tal, que la música que consumen los adolescentes —la que es hegemónica porque suena en todos los lugares públicos machaconamente y de la cual resulta casi imposible substraerse— es solo evasión, algo vinculado al ocio (cuya explicación de por qué sucede eso Illescas también da, así como la manera en la que sucede). Sin embargo los datos dicen lo contrario. «A veces se tiene la sensación de que los objetos de los gustos de los adolescentes han cambiado de rostro, pero que sigue siendo algo ocioso, más o menos valioso, que corresponde a una parcela, digamos, sentimental, pero si uno profundiza ve que no es así. Para ellos sus referentes son músicos, si analizamos las principales redes sociales, dentro de esta industria cultural, los que tienen mayor número de seguidores, son músicos. Por cada deportista hay tres cantantes».
Illescas muestra con datos cómo la oferta desborda la demanda, tirando por tierra ese mantra liberal, y estudia el contenido que se les ofrece. «¿Por qué se comportan así? Solo hay mirar lo que están viendo, la música que están viendo, y digo viendo y no escogiendo ver, porque los grandes capitales adiestran sus gustos y con ello su imagen del mundo. La industria no va a promocionar cosas que hagan pensar y alboroten a la gente, lo que quieren es alienarla. Los contenidos que consumen, en un alto porcentaje, es absolutamente tóxico, repleto de valores nocivos. Lo que les trasmiten es una ecuación profundamente antiecológica, que no rema a favor de construir una sociedad sostenible, donde hay apología constante del consumo de drogas, legales e ilegales, constante. Existe una hipersexualización de las relaciones sociales y, lo más grave, una hipersexualización de la niñez, viéndose expuestos a contenidos altamente sexuales, y eso tiene un efecto claro en la forma en la que se relacionan». Un dato: un/a adolescente de 14 años ve, de media, 2.737 videoclips y escucha unas 21.900 canciones al año (esto es, más de 7 videoclips y 60 canciones diarias, respectivamente). La institución educativa no sabe hacer frente a ello, quizá ni siquiera sepa que ha de hacerle frente a ese imperio de educación tóxica en el que viven (vivimos). El discurso hegemónico silencia cualquier otro discurso. «Nada de lo que ven es inocuo. Es cierto que la transmisión de esos valores no es algo tan burdo; no por jugar a un videojuego donde se trafica con drogas (un juego legal, muy muy conocido), un chaval de 13 años se va a convertir en narcotraficante, pero lo que sí sucede, demostrado por más de mil estudios, es que se produce una insensibilización del dolor ajeno, y por consiguiente una falta total de empatía con lo que te rodea».
¿Cuáles son esos valores o contravalores con los que literalmente se les bombardea? Individualismo posesivo, exaltación del narcisismo, competitividad permanente, hipersexualización, culto al dinero, cosificación de las personas. «Los adolescentes consumen toneladas y toneladas de toxicidad ideológica en ese flujo audiovisual que reciben, y además se les dice que, si se intentan salir de él, son unos bichos raros. Si ya es difícil para los adultos remar contracorriente, imaginemos un adolescente que necesita sentirse parte de un grupo, el que sea, básicamente, el que tenga más cerca, es decir, su entorno, tenga las características que tenga». No está de más señalar que, una vez que han sido desarticuladas, por decirlo de alguna manera, las tribus urbanas clásicas (heavies, punks, emos, redskins, pijos, incluso mods) los referentes que ven están cada vez más homogeneizados (mismo corte de pelo, misma ropa…). «Lo que subyace de todo esto no es más que la búsqueda (guiada por la élite de una industria cultural que funciona como un imperio mafioso) de unos adolescentes, de una sociedad, cada vez más dormida, cada vez más alejados y alejadas de cualquier compromiso social. Si se cosifica todo, todo es susceptible de ser vendido o intercambiado; todo tiene un valor, todo es un valor de cambio, por tanto nada vale la pena por sí mismo».
Pero el libro, además de estar trufado de información contrastada, también busca dar aliento entre tanta desazón y plantea soluciones profundas y valientes; no solo metodológicas, sino filosóficas y políticas y de una importancia vital si de verdad queremos ir a la raíz del problema. Porque esos adolescentes crecerán y tendrán que incorporarse al mercado laboral, tendrán que asentarse social y familiarmente, tendrán que ejercer su ciudadanía y esperarán tener derechos laborales. «Yo lo que quiero es que cambien las cosas, no que te den ganas de pegarte un tiro. La cosa es seria, pero tiene que, y debe, cambiar. ¿Es un lucha perdida? Si la considerase perdida, no lo estudiaría de este modo. Lo novedoso es la sobreexposición, y por eso hay que saber por qué, quién está detrás y, sobre todo, qué se busca con ello. La tendencia es clara y la densidad mucho mayor, y los críos están normalizando todo eso. Viven en un mundo que les dice que consuman, pero no que razonen. Y cuando les invitan a ello en el aula, ellos son los primeros sorprendidos, dándose perfecta cuenta de lo que consumen».
Y nosotros, ¿nos damos cuenta? Y siendo conscientes de ello, de cómo y por qué sucede, ¿estamos dispuestos a hacer algo?