Busqué el recuerdo de mi padre en su habitación. No era un hombre de relojes, cuadernos de notas o sellos postales; el arraigo no era su pasatiempo, desconozco el rigor de su caligrafía. No hay tarjetas de bancos ni libretas de ahorros, solo cuentas acumuladas bajo el polvo y una fotografía en sepia, petrificada bajo la cama. Mi madre pronunció su nombre una sola vez, de ahí aprendí a escribirlo en la pared. No sabía si tenía perfumes o algún ritual al afeitarse; mi madre recordaba que a él le gustaban las fresas. Alguna vez compré todas las que encontré en un mercado y las dispuse en la calzada, una detrás de otra, como señuelo, pues me dijeron que ciertas personas necesitan ayuda para volver. Al pasar los años lo he imaginado reptando las calles, una sucia barba emergiéndole como una telaraña, lamiendo, desesperado, un camino de fresas fermentadas.
