De los muchos textos escritos en estos años para el semanario que lleva mi nombre -groserías de márquetin, demandas de la subsistencia-, pocos son los que resultan legibles con el paso del tiempo. La mayor parte perece en la fugacidad, en el chisporroteo grasiento de lo banal. Ahora los leo y me doy cuenta de cuánto reincido en temas y obsesiones. El menú de mi neurosis podría abreviarse de esta manera: me disgusta el mucho tanto como antes, cuando era joven y creía que lo cambiaríamos. Los consejos de la edad no me han servido de nada. Sigo siendo paciente de la ira y está intacto, más lozano si cabe, mi amor por las causas perdidas. Vivo en un país que amo y me abate al mismo tiempo, y he visto caer casi a todos los dioses que fueron el hechizo olimpo de mi juventud. Pero eso no me ha conducido a la melancolía, felizmente. Cada día estoy más convencido de que mi deber es pelear por lo que creo. ¿Creer? Sí , por qué no. No está mal creer que algún día el mundo será verde y que el Perú admitirá el placer de la civilización. No está mal creer que el mundo se deshará de los políticos y reconjocerá, a la fuerza, que el planeta merece mejores guías y más ciertos discurso. En el fondo,esa es la pelea. Contra lo que muchos creen, no venero el pesimismo. Admito que el Perú alienta todas las tristezas y los desalientos, pero jamás me entregué al lujo de los años sabáticos y las treguas clínicas. La peor desgracia del Perú son sus políticos. Y eso es algo que hemos permitido los peruanos. No fue el imperialismo el que nos impuso a Fujimori ni vinieron de fuera los alisios viciosos que nos han hecho renunciar, tantas veces, a la dignidad ciudadana. No es de extrañar que buena parte de estos textos estén dirigidos al denuesto altisonante de quienes asumieron el poder y nos defraudaron.