"El pobre hombre, la cuenca sangrante, todavía colgando sobre el pómulo la esclerótica, partida en dos la córnea, roto el iris, entontecida la cabeza por el dolor, aún tenía el coraje de referir cómo sucedió aquello. Los practicantes, en espera del médico, se limitaban a limpiarle la sangre y a ponerle inyecciones de ergotina para cortar la hemorragia, tratando en vano de hacerle callar, de calmarle.
-Después contará usted eso - le decían. - Ahora estése tranquilo (...)".
("EL TUERTO", Alberto Hidalgo)