Con un lenguaje preciso y refulgente, en El color de la amatista Fernando González-Olaechea explora nuestro extraño modo de vida: una existencia que gira en torno al trabajo remunerado al arrendamiento de las horas sagradas de nuestro día cuando existen tantas otras cosas que claman por su lugar. El sonido específico de unos pasos, las minúsculas flores amarillas que cubren las veredas, el rugido del mar que evoca tiempos violentos, la muerte de un pequeño migrante entre las olas, la labor sublime y exasperante de escribir un poema, escuchar una canción mientras bebemos algo frente al abismo del desempleo, los pies agrietados que llevan a través de las montañas a quienes no tienen nada que perder.
En una conversación a través del tiempo, el autor entreteje referencias clásicas y contemporáneas en versos que iluminan la épica de poner un pie delante del otro en una ciudad como Lima, en tiempos como estos. A cada tanto vemos piedras preciosas en medio de la niebla: la poesía, la amistad, el amor, instantes de asombro que brevemente detienen la maquinaria y echan a andar la rueda de la vida propia.