Es común que un libro que lleva por título el nombre de un artista famoso sea catalogado en el género biográfico. Si el autor busca la lección pedagógica o el simple renombre abundará en datos nimios, se detendrá en gestos escabrosos, en las intrigas y comidillas que alimentan toda vida; su lector, entre chusma y fisgón, confiará que puede mejorar su persona deteniéndose o entrometiéndose en las vidas de otros (Goethe llama a este tipo de lector diletante; Nietzsche, sesenta años más tarde, filisteo). Si el autor es inteligente o pertenece a esa casta insólita de investigadores serios practicará
cruces fecundos entre la vida y la obra del artista, y en todo caso el libro redundará en interpretaciones perspicaces respaldadas en los datos biográficos; su lector puede catalogarse como un ilustrado. Si, por último, es un pensador el que escribe, no sólo la vida y la obra estudiadas ya no se diferenciarán, y por ende no necesitarán de ninguna elaboración que las entrecruce en una unidad superior; entre el biografiado y el biógrafo se entablará un diálogo que desbordará los límites del libro y terminará convocando al lector a participar en la construcción de un sentido. En lugar de una biografía nos encontraremos con un manual de pensamiento o una máquina que da a pensar.