Madrugada del 17 de abril de 2019: «El primer mensaje que recibes en el teléfono te obliga a encender el televisor [...] Te jode que los conductores hablen con reverencia, con pucheros mal disimulados. Preferirías que fueran más honestos, que lloren a moco tendido, que imploren que no sea cierto, que Alan Garía no se mató, que no se disparó en la cabeza porque iban a buscarlo para meterlo en cana [...] informan que se escuchó un disparo. "Una detonación con arma de fuego", dicen llorosos, consternados... ».
Esta es la inquietante puesta en escena de la historia que Augusto Effio enhebra en Nuestros venenos, con la maestría propia de los grandes cultores de la novela negra.
El veneno mata, pero también cura según la vieja tradición de Asclepio. No por nada la medicina incorporó en la iconografia médica a la serpiente: alegoría, asimismo, de la política peruana. Este notable policial de Augusto Effio nos arroja al inframundo del poder, al vértigo nocturno de la degradación de las pequeñas cosas. El mal jamás muere ni se mata, como podrá corroborarse en sus páginas, sino que renace a medida que el mundo que gira alrededor de él, en su bilis de violencia y deseo, se mordisquea la cola. Por cierto, también habría que hablar de otro veneno, del veneno del lenguaje, del cual Augusto Effio ha renacido para narrar el mal, un veneno mucho más preciso, más visceral e implacables.